“Andate de aquí que me espantas los clientes, gringo”, me gritó la tía Doris, que estaba en pleno mercado de Puno vendiendo artesanías y otras cosas, con un ramito de ruda sobre su puestito, para traer la buena suerte. Llevaba trenzas, sombrerito de cholita y en vez de pantuflas tenía puestos unos zapatos que hacen allá con el caucho de los neumáticos viejos.
Me dijo que de ahí no se movía ni a palos, que ahora el Altiplano era el nuevo Tibet y que si podía, viviera lo más pegadito a la cordillera. “Se lo recomiendo señor”, me insistió con su mejor acento peruano y luego me convenció de que le comprara dos adornitos de totora por 15 soles. Me estafó.
Antes de irme pidió que la diera por perdida, porque no quería que nadie fuera a molestarla. Cumplí mi promesa un tiempo, pero ya no aguanto más la copucha, así que les cuento la verdad de la tía.